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1. La Buena Vida en Madrid
Como siempre con David Moralejo en La Buena Vida, la casa de comidas de Conde de Xiquena donde todo está siempre bien. El producto es de temporada, la bodega de Elisa es sencillamente magistral, en la sala reina el silencio (esto es extrañísimo, tal como está el patio), siempre (ella y su marido Carlos en cocina, habitualmente con el mandil manchado: buena señal) son honestos con el producto, cumplirán pronto veinticinco añazos, nunca tuvieron dudas de lo que eran —ni cuando todos los demás se entregaron a las tontadas del trampantojo, entonces tampoco— son lo que son: una familia que pretende dar bien de comer. Lo mejor posible. Como hemos repetido tantas veces, este fue el escenario de muchas de las comidas de los protagonistas de Buscaba la belleza, en esa mesa que es la nuestra, junto a la ventana.
No es casual que nombre a David. Nos conocimos… ¿hará veinte años? Entonces los dos hacíamos lo mismo: éramos cronistas gastronómicos, en la competencia. Nos leíamos y nos gustábamos, nos veíamos en Galas Michelin, los restaurantes donde había que estar (la “hot list”), yo qué sé: saraos varios. Es una de las personas que mejor conoce lo que ha sucedido en la gastronomía española (y ha estado ahí para contarlo) a lo largo de la última década, ahora dirige la mejor revista de viajes del planeta. Vengo a decir que nos gusta comer. Yo ya no siento el ansia de entonces, pero sigo sin poder pisar un país sin visitar sus gastronómicos: tengo el virus dentro. Creo que no se irá nunca. Hace un par de semanas pasé por Bilbao, tenía una hora —ni un minuto más: Josean Alija (de Nerua, es que lo vi crecer) hizo malabares para cuadrar la comanda. Trece platos y algún fuera de carta. Pues bien, cuando comemos en Madrid (en Madrid, no en Sigüenza), David y yo siempre comemos en La Buena Vida. Creo que no hace falta decir mucho más.



La pista insider
Si es posible, lo ideal es la mesa al ladito de la ventana. En cuanto al vino: lo que Elisa diga: sabe muchísimo y los precios están mejor que bien. La raya a la mantequilla negra es absolutamente imprescindible en una primera visita.
2. Dalmar en Fairmont La Hacienda
España es país de muchos (muchísimos) grandes cocineros (y cocineras) pero si me preguntas cuáles son los “cocineros de cocineros” (es decir, esos que pirran especialmente al propio sector, más allá de guías, premios y egos) te diría dos: Jordi Vilà de Alkimia en Barcelona y Benito Gómez de Bardal en Ronda. ¿Los porqués? Son cocineros de raza, no se doblegan ante las tendencias, currantes a destajo, a ninguno le gustan mucho los focos, priorizan el sabor sobre el relato (afortunadamente), tienen clarísimo de qué va su cocina. Me recuerdan un poco a aquella frase de Antoine de Saint-Exupéry: “El mundo entero se aparta cuando ve pasar a un hombre que sabe adónde va”.
A Benito lo puedes disfrutar en la ciudad soñada por Rilke (“he buscado por todas partes la ciudad soñada, y al fin la he encontrado en Ronda”) en sus dos templos dedicados a poner la comarca sobre el plato: Tragatá en torno a la tapa en la calle nueva y Bardal como experiencia totémica, grandiosa; salir de allí tras una sobremesa eterna, olvidar el plan y deambular entre rejerías y buganvillas. Pero desde hace bien poco ha puesto una pica en el nuevísimo Fairmont La Hacienda Costa del Sol, primer gran hotel de la marca en España: pasar aquí unos días es entregarse al descanso, desayunos bajo el cañizo, el mar siempre como horizonte.
Su casa en el hotel se llama Dalmar, la idea es sencilla: su cocina disfrutona pero en una terraza bellísima frente al Mediterráneo, pescados frescos del día y marisco desde Barbate, San Roque, Málaga o la bahía de Cádiz. Laura vestía un conjunto de Sirenuse con bordado inglés, los hombros al descubierto; pedimos la berenjena, ostras, un rodaballo salvaje tremendo y costillas de wagyu con chimichurri. Bebimos sin salir de Andalucía: manzanillas, olorosos y palos cortados. Cerramos la cena con uno de los vinos de mi vida, VORS de Bodegas Tradición. Yo no sé qué más le puede pedir uno a una cena.



La pista insider
En cuanto al bebercio, os recomiendo dos opciones y solo dos. O una botella de Champagne (blanc de blancs) para acompañar la cena o armonizarla (ya no se dice “maridaje”) con vinos del Marco de Jerez. Hacedme caso.
3. El Faro en Cádiz
Hace años dividía los restaurantes en tres grandes categorías: “gastronómicos”, “fine dinning” y “casas de comida”. Es decir: Disfrutar, Vía Veneto y Quimet. Años más tarde, tras una comida con Diego Guerrero, cambié la clasificación a algo más sencillo, cuando me dijo esto: “en realidad solo hay buena y mala cocina”. Muy de acuerdo, pero desde que miro el arte de la restauración desde la distancia de quien ya solo quiere pasar ratitos buenos, he simplificado todavía más el escenario: “lugares donde soy feliz” y “resto”. Pues bien, El Faro de Cádiz (en el barrio de la Viña, San Félix con La Palma) entra de lleno en ese cajón. Es que aquí siempre soy feliz.
Al mando Mario Jiménez, tercera generación de una estirpe con salitre en las venas, mucha cocina y todavía más corazón. Nace El Faro en los sesenta como una taberna popular donde cocinar pescados de la Bahía en fritura, guisos marineros, copillas de manzanilla. En realidad siguen haciendo lo mismo. Siempre vuelvo a esta casa desde que mi segunda casa es Cádiz, al abrigo del cariño de Mario y Maite Córdoba (su mamá); han cambiado muchas cosas (para mejor) pero lo más valioso sigue intacto. Ahora es un espacio más contemporáneo (con dos zonas, la barra y la sala), una bodega que te mueres y una carta más pensada, con ramalazos de gran restaurante: atún con adobo, erizo de mar relleno con tartar de gambón, papas aliñás y la mejor tortillita de camarones de Andalucía. Tenía que ser así: una evolución tranquila.
Mi última visita fue a comienzos de este verano inclemente, comimos en barra, todo lo de arriba más una morena frita de escándalo y una botella de Jacques Lassaigne, al terminar fui directo a La Caleta, a celebrar la vida con un baño al atardecer. Esto es Cádiz.



La pista insider
Difícil elegir: comer en sala es maravilloso porque El Faro tiene ese je ne se quois de los grandes restaurantes de siempre, esos donde celebrar un aniversario de boda, donde ponerse guapo. Pero es que la barra, esa barra es el cielo. Solución: ir dos días seguidos, o empezar en barra antes de pasar a la sala.
4. Little Jarana en Palma de Mallorca
Una de las cosas que más disfrutaba de mi curro como cronista gastronómico (veinte años estuve, que se dice pronto) era precisamente el placer del descubrimiento, encontrar la aguja en el pajar, un tesoro del que sabes poco o nada. Como en la Isla del Tesoro, lo que pasa es que aquí el cofre guardaba nada más que momentos bonitos, platos para el recuerdo, copas vacías
Llegué a Little Jarana vía mi amigo Pep, concierge de los de antes, mucha clase. Mi pregunta era sencilla: “Tengo un ratito en Palma, ya conozco a los de siempre, me apetece algo diferente, ¿dónde voy?” —no caviló: “Ve a Little Jarana de Abraham Artigas, a la barra, te va a encantar”. Dit i fet, un taxi hasta el carrer Menorca, a las 19h como un palo en la puerta. Empieza la fiesta. Es un espacio pequeño, parece más bien un wine bar de Estocolmo pero estamos en Mallorca, en la pared del fondo observo las fotografías de Julio Feroz, de fondo suena ‘Come As You Are’ de Jean Carne, esto solo puede salir bien.
La carta no puede ser más sencilla (una chorrada que me vuelve loco: en la web la carta es una sencilla fotografía de lo que verás en el restorán, fácil) pero como soy de los que se deja llevar cuando intuye buena vibra, eso hago: anchoas con mantequilla, serviola con cítricos, gnocchis con berberechos o melocotones con requesón y crispy chili. Con cada platillo, vinos de la isla, pequeños productores, me gusta especialmente el Politxó blanco que hacen en Binissalem. Comienza a llegar la gente, pocas cosas me gustan más que el run run de un bar, la vida sucediendo, la música al compás de estos placeres sencillos, son estos ratitos los que dan sentido a todo.



La pista insider
Lo suyo es cenar en barra —especialmente si sois dos. Lo suyo también es decirle al Abraham que sea él quien elija los cuatro o cinco platos, siempre para compartir, y la armonía de vinos sin duda alguna por copas (así probáis varias cosas de pequeño productor). Una joyita esta casa.
5. Gresca en Barcelona
Conforme mayor me hago menos ganas tengo de experimentos gastronómicos, de moderneces o de jugar a la novedad de turno. Paso. Es que de verdad, no tengo (cada vez menos) el más mínimo interés en saber cual es el restaurante “de moda”, yo lo único que quiero es comer bien, que me traten con cariño y que se acuerden de mi nombre; buenos vinos, buenas viandas, buena vibra. Tampoco espero (de verdad que no) que inventen la rueda, que me tuesten la oreja con su “relato” ni que me interrumpan cada cinco minutos para contarme la historia del plato. Una interrupción, por cierto, que no he pedido. Por todas estas razones (y muchísimas más) es dificilísimo estar por Barcelona y no volver a Gresca, el restaurante al que siempre volvemos los que amamos la cocina honesta.
No recuerdo cuándo conocí la casa de Rafa Peña, sería dos mil diez o algo así: el restaurante favorito de tantos cocineros, gentes de buen beber, gastrónomos de raza. Cocina tremendamente elegante, sin despegar nunca la mirada del suelo (es decir, la estratosférica calidad del producto) ni olvidar nunca el gran trabajo en sala y una carta de vinos absolutamente eléctrica (muy pegada a los buenos vinos naturales). En Gresca todo parece fácil pero es todo lo contrario: qué difícil es hacer las cosas sencillas. Os digo ya mis imprescindibles: berenjena con crema de parmesano, colmenillas rellenas, mollejas con setas de temporada y ese bikini que ya es un clásico de la cocina contemporáneo.
Llevo veinte años diciendo esto y de este burro no me bajo: Barcelona es la ciudad de España donde mejor se come (y se bebe). En parte es culpa de esos tres titanes absolutamente demenciales: Alkimia del Jordi Vilà (el boss), Enigma de Albert Adrià (el genio) y Disfrutar de Oriol Castro, Eduard Xatruch y Mateu Casañas. Pero también tiene mucho que decir este restaurante de barri con alma de bar, donde lo difícil es aburrirte, ese restaurante al que querrías volver todas las semanas. Larga vida al Gresca.



La pista insider
En Gresca uno se lo pasa bien siempre pero si puedes elegir: cenar en la barra frente a la cocina es un absoluto lujo. Déjense llevar con los vinos y pidan siempre los fuera de carta. No fallan.