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1. Monument Hotel en Barcelona
A veces nos cuesta apreciar lo que tenemos más cerca, no os podéis imaginar la de rabia que me da esto. Nos sucede con las personas, con los restaurantes, con los hoteles, con los lugares donde hemos sido felices: que a veces los damos por hecho. Pues no, me niego, hay que pelear contra ese habito con uñas y dientes. Yo voy a empezar hoy y lo voy a hacer con el Monument Hotel en Passeig de Gràcia. Uno de esos lugares donde siempre (siempre) he sido feliz; una casa que me arrulla, sus paredes de ladrillo caravista han cimentado mi amor por esta ciudad luminosa, libre, bellísima. Fue construido sobre palacete de inspiración Neo-Gótica, la Casa Enric Batlló —y en su rehabilitación participó Oscar Tusquets. No me escondo, creo que el tío de Milena es un genio, acaba de publicar Vivir no es tan divertido, y envejecer, un coñazo.
Su fachada (inconfundible) representa, para mí, lo mejor de Barcelona: seny, elegancia, discreción. Aquí no se viene a posar, al Monument uno viene a desayunar como Dios, a pasear el barrio, a comprar una joya bonita al amor de tu vida en Rabat (es que está a exactamente a cinco minutos) y, dejadme ponerme intenso, a cenar en uno de los mejores restaurantes del planeta. Es que Lasarte —se llama así porque es en Lasarte donde nació el primer restaurante de Martín Berasategui— es una catedral para los amamos la gastronomía. Tres Estrellas Michelin (a mí esto me da exactamente igual, pero dicho queda), una sala absolutamente excepcional con Joan Carles Ibáñez (yo lo conocí en Racó de Can Fabes) a los mandos de la excelencia, Paolo Casagrande en cocina y Xavi Donnay al frente de la propuesta dulce. Puedes comer a la carta. El carro de panes es para llorar. De verdad: uno de los restaurantes de mi vida. Allí, sobre una de sus mesas, terminé el libro de Oscar. Subrayé esta frase: “Mientras nos quede algo de tiempo y un mínimo de salud no renunciemos al placer de conversar con un sabio, a la belleza de personas y obras, a risas con amigos, a acariciar un perro, a la sombra de una pérgola emparrada, a un sorbo de Chateau d’Yquem, una lonja de Joselito, un melocotón de viña… a surcar Nuestro Mar a vela”. Y a volver al Monument, querido amigo.



La pista insider
Imprescindible un negroni, a media tarde, en su Hallo Cocktail Bar. Para después cenar en Lasarte, un par de entrantes y un pescado salvaje, sobre la mesa una botella de Chamapgne. Imposible cenar mejor.
2. Borsari de Design Hotels
Sabes que estás en el lugar adecuado cuando nada más entrar en tu habitación te topas de frente con el tocadiscos Braun Audio 2 (también conocido como Atelier 2), diseñado por Dieter Rams, carne del MoMA. A su lado, una colección de vinilos de jazz y el sillón 620 Mid-Century Modern que el mismo Rams creó para Vitsoe. Así que ese era mi ratito, cada tarde, mientras Laura se vestía antes de cenar, un café (luego os hablo del café) en mi preciosísimo sofá (en casa tenemos una Gilda de Carlo Mollino, que tampoco está mal) mientras escucho “Waltz for Debby” de Bill Evans, pronto bajaremos a tomar un vino blanco en La Saucithèque, el bareto que ocupa la placita central de este hotel llamado Borsari pero que es mucho más que un hotel: un barrio, una idea, un proyecto en torno al diseño —es obra de Design Hotels— con muchas de las claves de lo que yo intuyo es la hotelería del futuro. Curioso que lo haga con tantos objetos del pasado.
El Quartier Lôdzè es el nombre de este pequeño barrio con cinco claves: el hotel Borsari, la cafetería de especialidad (con su Chemex, la Olivetti Valentine de Ettore Sottsass, una colección de Monocle y obvio su estación musical) Alphonse, el restaurante (más gastronómico) Le Cercle Kitchen (muy buenos los tacos) con Mateo Salas en los fogones, el bareto La Saucithèque y quizá la joya de la corona del proyecto: Les Bains Publics, esas termas romanas que ya son imprescindibles en Martigny, esa comuna donde siempre hace viento en el corazón de los Alpes suizos. Hicimos parada y fonda en Martigny (en el cantón de Valais) porque está a medio camino de muchos spots interesantes, porque es muy andable y porque cobija un fabuloso museo de arte moderno (la Fondation Pierre Gianadda) con obras de Chagall, Degas, Pisarro, Rembrandt o Van Gogh. El jardín —y su cafetería— es un sueño. La verdad, no teníamos grandes expectativas puestas en Borsari, pero nos bañamos en sus termas, cenamos bajo las estrellas, desayuné un café fabuloso y sentimos que el tiempo se detenía. No está mal, ¿verdad?



La pista insider
Sin ningún lugar a dudas este es el lugar para los amantes del diseño. Esa gente —yo mismo— que disfruta leyendo Monocle, bebé café en tazas de Sargadelos y ama los relojes de Ressence de Benoît Mintiens.
3. Another Place en Lake District
No vengo yo a descubrir ahora nada si con esta confesión: el verano es vulgar, cutre y grotesco. Todo cansa, la humedad es insoportable, los domingueros toman los chiringos con sus servilletas de papel y sus matrimonios grises. El Marca bajo el brazo, la cañita a media mañana y la doctrina de la media pensión: pocas cosas más tristes en la vida que la media pensión y el desayuno bufé. El verano, como todo el mundo sabe, es el mejor momento para buscar otros cielos, llenar la maleta de cashmere para noches frías, leer junto una copa de vino bajo un firmamento preñado de estrellas.
Por eso no imagino un mejor momento que este para viajar hasta The Lake District, al noroeste de Inglaterra, una de las regiones más hermosas de la Gran Bretaña. The Lakes, el lugar favorito sobre la tierra de Taylor Swift: “Take me to the lakes, I want auroras and sad prose / I want to watch wisteria grow…”, y quizá uno de los mejores rincones donde hacerlo es Another Place, a tan solo unos metros de uno de los dieciséis lagos de la zona, Ullswater. En el hotel puedes alojarte en el edificio principal o —mejor— en una de las cabañas frente al lago, seis shepherd huts maravillosamente integradas en el paisaje; rodeadas de narcisos, alondras y cosas bonitas por hacer.
Por la noche podéis encender el fuego, cenar prontito en Rampsbeck, observar cómo las montañas abrazan la belleza del tiempo. Mañana quizás (tras el primer café en vuestra cabaña de pastor, bajo el lucernario) podéis nadar en el lago, hacer una excursión en kayak o sencillamente caminar sus senderos. Por culpa de este hotel me obsesioné con la observación de aves. Bueno, y de un whisky a media tarde también. Todo aquí es naturaleza, belleza asilvestrada, la certeza de que lo más valioso casi siempre es lo más sencillo. Yo estoy deseando volver.



La pista insider
Uno de los mejores planes: una pizza artesanal en «The Glashouse», su casita-invernadero frente al lago, al horno de leña, con ingredientes de su huerto y unas copas de vino mientras se calienta, mientras está anocheciendo. Es que no imagino un plan mejor.
4. Predi Son Jaumell en Capdepera
No sé si os pasa esto: hay lugares (también sucede con las películas o los restaurantes) que uno está deseando compartir, gritar a los cuatro vientos, subir quinientas fotos a Instagram para decirle al mundo —a tu mundo: “Ey, venid ahora mismo, aquí he sido feliz”. Luego hay otro tipo de lugares, rincones que te niegas a compartir porque sientes que son un secreto, un refugio, algo tan solo para ti (¡no quiero que venga nadie!) una guarida frente a la vulgaridad. Ese Macondo al que quieres volver cuando la prisa mata lo importante. Predi es de los segundos.
Descubrimos Predi Son Jaumell hace algunos años, buscando (os juro que Laura busca las calas y los hoteles así: con el Google Maps y ampliando con los deditos) aguas turquesas, comer bien (sin muchas complicaciones) y una hamaca sobre la que retozar. Así llegamos hasta esta alquería del del siglo XIV, noreste de la Isla bonita, muros de piedra marés, vigas de madera y suelos de terracota. Nada más llegar sucede uno de esos momentos que sabes (porque lo sabes) recordarás para siempre. Llegamos a la habitación, abrimos las maletas sobre el suelo, es la hora de comer, pedimos un par de platos (yo pasta fresca con pesto) del room service y una botella de vino blanco. Comemos bajo un limonero, a la verita de los ventalanes verd persiana, escuchamos el canto de una alondra. Esa, sin ningún lugar a dudas, será la mejor comida del año.
La tarde se hace mansa en la piscina, por la noche cenaremos en Senzill, de la mano de mi amigo Andreu Genestra (uno de los cocineros con más talento de las Islas Baleares —y más allá), el día siguiente lo dedicaremos a bucear, buscar calas sin mucha gente, una roca donde dejar una toalla y un par de libros. Las encontramos en Cala Gat y Font de Sa Cala, dejamos el coche (esta es una pista) en el parking de cuevas de Artá, armados con nuestro kit de snorkel, una botella de agua y una bolsa de patatas fritas, por si las moscas. El tiempo se detiene, el mar (bellísimo) es una promesa de entusiasmos, volvemos a media tarde con los brazos (y el pelo) cubiertos de sal. Una siesta antes de cenar. Reina el silencio (y el seny) en este hotel de “huéspedes de siempre”, nos tratan con cariño, ya estamos deseando volver.



La pista insider
El plan perfecto: desayunar sin prisa (mejor momento del día de lejísimos). Resto de la mañana en busca de una cala perfecta, leer un rato, comer qué más dará dónde, siesta en la hamaca, cenar prontito, una botella de champán. Nada puede salir mal.
5. Hermitage en Soldeu
No me escondo: me chiflan las listas. Sé que de un tiempo a esta parte (a veces) nos agotan, pero una (buena) lista nos ayuda a entender, a priorizar y a quedarte con lo bueno. Es la idea tras este “Los 10 hoteles de 2025”, diez hoteles que sí, de esos en los que piensas y ya te asoma la sonrisa. Hoteles con los que soñar y a los que volver. Lo más de lo más. Y se me hace imposible arrancar esta lista de ensueño con uno de los hoteles de mi vida: Hermitage & Spa en Soldeu, a pie de las pistas (son un sueño) de Grandvalira, a casi dos mil metros de altitud, eso ya lo empiezas a notar tal cual llegas: aquí es aire es más limpio, se ensancha el espíritu, es la magia de la montaña.
Nosotros volvemos cada año porque esta catedral del buen gusto recoge lo mejor (lo más bonito) del sentir de Andorra: civismo, amor por la naturaleza, seny, silencio y calidez. Esta semana he aprendido una palabra nueva: “caliu”. En Hermitage (cada persona con la que te cruces) se respira “caliu” en cada esquina. Y allá donde mires tan solo verás piedra, nieve y madera. Entrar en el hall ya te predispone para el placer en este refugio de las cosas bonitas, todo lleno de mantas de mohair, mobiliario de Casamitjana, el sonido de las botas de esquí sobre la madera (me vuelve loco ese sonido).
A lo largo de los días aquí visitaremos su restaurante Ibaya (la cocina plena de emoción de Francis Paniego y Jordi Grau), comeremos frente a la nieve (su cocina rústica de montaña) frente al Valle de Soldeu en Sol y Neu, cenaremos bien guapos frente a la barra de Koy de Hideki Matsuhisa (sí, el de Koy Shunka) a media tarde tomaremos un cóctel de vuelta al hall, en el Glass Bar, donde sucede (casi) todo. Las mañanas las dedicamos a pasear sin prisa la Vall d’Incles, entre abedules, abetos y la sensación de que aquí el tiempo tiene una textura diferente. El de los momentos importantes.



La pista insider
Imprescindible reservar prontito en la barra de Koy, cenar maridando con sus fabulosos sakes, no te cortes con los nigiris. En cuanto al (maravilloso) spa, la mejor hora es sin duda es media mañana, cuando todo Dios está esquiando.